13.4.09

Las Palabras

Las primeras veces no le di importancia, solo seguí caminando, ignorando ritmos sutiles que apenas destacaban entre la melodía de caños de escape. Pero unos días más tarde la situación se hizo preocupante: las palabras peleaban por escaparse de mí, luchaban desesperadas contra mi voluntad de no decir nada, de seguir caminando. Se retorcían en mi interior, y el movimiento insoportable me enloquecía.

Tuve que matarlas. Una noche sin luna las enterré en un lugar sin nombre, bajo un árbol sin hojas: ritual sin ningún tipo de misticismo, cobardía sin tapujos.

Pero volvieron, entraron nuevamente por la puerta de atrás de mi cabeza, que ¿accidentalmente? había dejado mal cerrada. Esta vez eran más, y habían aprendido a ser inmortales, indestructibles. Gritaban y pateaban, me mordían, me atacaban en sueños, ensueños y pesadillas, de día, de noche, de nada.

Tuve que esconderlas. Con un esfuerzo enorme las empujé y las aplasté dentro de una habitación roja muy pequeña, asfixiante, sin ventanas. Trabé la puerta con tablas de pensamientos y cajas de recuerdos, y por un instante creí que había ganado.

¿Hace falta decir que volvieron? La puerta no resistió los embates furiosos de las cautivas, la madera crujió, gimió y se astilló, y las astillas se clavaron en las tablas y en las cajas, que un momento después se vieron aplastadas por una horda de palabras armadas, furiosas.

Intenté quemarlas, pero el humo que salía de las letras quemadas pronto me ahogó. Caí al suelo, a la inconsciencia, y en ese trayecto hasta las baldosas pude ver una fiesta obscena, grotesca: las palabras bailaban y festejaban dentro del fuego.
La guerra había terminado y era hora de tomar la ciudad.

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